jueves, 7 de julio de 2016

Vencejos

Tenía pensado escribir hoy sobre tres relatos muy chulos de Daniel Defoe, pero la entropía es muy de tocarme los cojones y se me ha torcido el plan. El caso es que ya tengo escrita la introducción, y cuando me he puesto a buscar el libro en cuestión entre el aparente desorden de mi librería, el hijoputa no aparece por ninguna parte. Y es que lo bueno del trastorno obsesivo compulsivo es que sabes con una seguridad de casi el 100% dónde has dejado las cosas. Pero el volumen de Cuentos de Crímenes, Fantasmas y Piratas ha escapado a mi control. Hasta he ido a culpar a Eduardo, el otro perpetrador de este blog, pensando que se lo podía haber dejado, Pero no. Después de muchas vueltas recordé que cuando terminé de leerlo dije: "voy a escribir una entrada en el blog sobre este libro. Lo voy a dejar aquí, para tenerlo a mano" Pues vaya usted a saber dónde es "aquí"...

Así que nada, como me he quedado sin tema, voy a divagar un rato.

He salido prontito a hacer la compra, porque cuanto antes entres en el Carrefour, menos posibilidades tienes de que algún marrano (esto es género neutro, que me niego a utilizar mal mi idioma) haya manoseado la fruta sin guantes, y cuando volvía para casa tirando del carro (literalmente) y cagándome en mi puta vida por no acordarme de dónde leches he dejado el librito de marras me he parado, como suelo hacer, a escuchar a los vencejos. Soy una persona, por lo general, bastante prosaica, incluso en el sentido más despectivo posible, pero hay algo en los vencejos que me pone "alma de poeta" o alguna otra metáfora cursi por el estilo. Es algo en su silbido, en que siempre los vemos arriba, unas siluetas negras sin detalle. Es como si sólo existiesen en tanto que vuelan, y sólo en verano. Para mi los vencejos representa un anhelo de algo inalcanzable y misterioso. Y es que para mi el verano el verano es una época nostálgica. No en un sentido negativo, para nada. El verano se me llena de recuerdos-vencejo, cosas que no se pueden alcanzar pero que vuelven todos los años. A mi no me pone triste recordar cosas perdidas, más bien al contrario. Tengo una vida (casi) totalmente satisfactoria, y recordar cosas guays del pasado contribuye a que disfrute también de las cosas que tengo ahora.

Vale, son golondrinas...


Y qué mierdas tiene que ver todo esto con The O.C.C.U.L.T. Herald? Pues que muchos de esos recuerdos-vencejo hunden sus raíces en todas las ramas de la sub-contra-anti-cultura que ocupa nuestro blog. El verano es época de película de vaqueros después de comer, de leer a Stephen King en la piscina y de repasar cómics viejos con el soniquete de la Vuelta a España de fondo. Mogollón de las historias que nos gustan transcurren en verano. Os imagináis a los Goonies buscando a Willy el Tuerto con pasamontañas y forro polar? O a Jason Voorhees rebanando pescuezos mientras suenan villancicos? Pues eso. El verano es tiempo de cultura "barata", de libro de bolsillo que dejas premeditadamente en la habitación del hotel, de que te den las mil jugando a D&D y de tarde de vagancia viendo reposiciones de El Equipo A.

La sección de comentarios en este blog no suele ser muy activa (a no ser que hayamos tocado alguna de las remilgadas sensibilidades de internec y alguien decida insultarnos a Edu o a mi), pero me gustaría proponer que nos contaseis algún recuerdo de verano pulp. Así que, por favor, estáis en vuestra casa. La sección de comentarios es vuestra.


Jae Tanaka



martes, 5 de julio de 2016

Espadas del Fin del Mundo



Puesto que hace ya bastantes entradas que no hacemos una reseña, y que con este calor infernal que hace en la capital de las España lo que apetece es evadirse de la ardiente realidad, aquí llegan los irresponsables de The OCCULT Herald con una de nuestras recomendaciones lectoras para el verano. Pero como viene siendo habitual en nosotros, no hay entrada sin larga introducción. Así que ya pueden ustedes agarrarse, que vienen curvas.

Uno de los juegos más divertidos de la infancia y la adolescencia era ese en el que comparamos cualquier cosa, personaje, objeto digno de comparación, tratando de establecer una especie de ranking que nos ayudaba a dar forma y consistencia al mundo que nos rodeaba. Primero comparábamos a los padres (el mío era más de todo lo bueno que los vuestros, faltaría más. Y eso mismo piensa mi hijo, así que a joderse), para posteriormente pasar a comparar a nuestros ídolos deportivos, superhéroes favoritos, etc. En fin, la versión simplificada del “la tengo más larga”. Todavía recuerdo con cariño, de entre todas esas comparaciones que nos parecían la hostia de coherentes, aquella que probablemente alguno de ustedes ha planteado: ¿Quién ganaría en una pelea, un caballero medieval o un samurái? No, no miréis para otro lado, que seguro que esa discusión absurda la habéis tenido. Mientras la mayoría de mis amigos defendían al puto comedor de arroz y pescado crudo, yo era uno de los pocos pringaos que creía firmemente en nuestros chavales acorazados.

Poco podía imaginar entonces que un par de décadas después habría un montón de chalados recuperando las artes marciales y la esgrima medieval europea. Si me llega a pillar a tiempo… En fin, que aquí no hemos venido a hablar de eso. Decía que un servidor defendía que los caballeros europeos podrían vencer a esos tipos con unas armaduras acojonantes y unas katanas capaces de cortar los huevos a una mosca sin salir de la vaina. Hasta donde tenemos conocimiento histórico ese combate jamás se produjo. Y es que el mundo ahora es mucho más pequeño. Sin embargo hace unos pocos años descubrí uno de esos episodios históricos que, tan españoles, no conoce ni Dios. Un episodio que es lo más cercano a una lucha entre espadachines europeos y samuráis. Un episodio, decía, que es relatado magníficamente en el cómic que voy a reseñar, Espadas del fin del mundo.

Siéntate sobre mis rodillas, mozuela, que te voy
a contar una batallita que te rilas domitilia.
Pónganse ustedes cómodos, que aquí llega el abuelo cebolleta a contar una batallita. Pero de las que molan.

Viajemos a los últimos años del siglo XVI, a 1582 para ser exactos. Y hagámoslo al otro extremo del mundo, a la floreciente ciudad de Manila, en la isla de Luzón, en las Islas Filipinas. Hablamos de una época en la que el Océano Pacífico era llamado la Mar del Sur o el Lago Español. Y es que por aquellos años los españoles llevábamos casi un siglo de hacer turismo por el globo, en plan Rafa Nadal en sus mejores tardes. Manila llevaba apenas diez años en posesión de los españoles, que nos dedicábamos a cristianizar todo lo que se movía o estaba quieto, y de paso a hacer negocio. Que lo cortés no quita lo caliente. Pero mira tú por dónde que los japoneses, que siempre han sido muy suyos para eso de las islas cercanas, habían decidido que allí había tajada para todos; y un fulano que las crónicas llaman Tay Fusa –probablemente un ronin-, se dedicó alegremente a darnos por saco en plan pirata. Como pueden ustedes imaginar, ponerse a tocar los huevos a fulanos como aquellos españoles, por muy samurái que uno fuera, no era la mejor de las ideas. Así que Gonzalo Ronquillo de Peñalosa, Gobernador General de Manila para más señas, escribió una carta a Felipe II para ponerle en situación. Burocracia ante todo. 

Puesto que el correo por aquel entonces no funcionaba muy allá, en previsión de lo que pudiera pasar se escogió a un hidalgo llamado Juan Pablo de Carrión para capitanear una pequeña armada capaz de hacer frente a los japoneses. El de Carrión, a pesar de contar con casi setenta primaveras -Imagínense ustedes al fulano, que mala bestia-, cogió el toro por los cuernos y reunió a cuarenta soldados españoles, una pequeña flotilla, y se hizo a la mar a buscar piratas para hablarles del heteropatriarcado y a aliar civilizaciones y tal; pero como se hacía entonces. A hierro y fuego. En el primer encuentro con un barco japonés, aprovechando que la tecnología militar española era superior, le suelta una salva de cañones y lo fuerza a huir. Como respuesta Tay Fusa reúne diez barcos y busca enfrentarse a los españoles. Si, así, a puro huevo. En fin, aquí llega lo bonito de la historia. 

Resumiendo una barbaridad, en el primer encuentro entre la capitana y uno de los juncos japoneses, pese a tener mucho mayor tamaño este último, los españoles lo cañonean cosa fina para, acto seguido, lanzarse al abordaje. Y es aquí cuando se produce el primer enfrentamiento cuerpo a cuerpo entre samuráis y soldados españoles. Puesto que los samuráis, además de ser muchos más, también tienen armas de fuego que habían conseguido de los portugueses; los soldados españoles recurren a las tácticas de combate aprendidas en Flandes y forman un muro de picas con los arcabuceros y mosqueteros a la espalda y los costados. Y retirándose poco a poco, paso a paso, forman una muralla de carne, acero y pólvora. Y con mucho Santiago, tris, tras, zas, pumbas, resisten hasta que llega para apoyarlos un navío de nombre San Yusepe, que aprovechando su superioridad artillera acaba con los tiradores japoneses y los obliga a huir. Resultado al final del primer tiempo, uno a cero a favor de las armas y armaduras españolas. Pero todavía quedaba la segunda parte por jugarse.

Juan Pablo de Carrión decide entonces avanzar con su flotilla por el río que él llamaba Tajo, y que hoy conocemos por Cagayán. Allí se encuentra con una flota de 18 champanes a los que se dedica a zumbar el morro a cañonazos durante varias horas. Terminado el combate deja tras de sí más de doscientos japoneses criando malvas mirando a Hokaido para los restos. Sabiéndose cerca de la base de los piratas el de Carrión ordena desembarcar en un recodo del río, convirtiendo su barco en una pequeña fortaleza. Con los cañones desembarcados, pese a ser los japoneses muy superiores en número, y a que sus aliados filipinos le ruegan que negocie, se pone a soltarles zurriagazos. Por si les gustan los fuegos artificiales. Los nipones, pese a su temperamento un pelín orgulloso, tratan de sacar tajada sin llegar a mayores y proponen a los españoles que les paguen una buena cantidad de oro a cambio de los daños sufridos y de irse de allí de vuelta a Tokio o al monte Fuji. Lo mismo da. Pero resulta que el veterano Juan Pablo de Carrión, que está de vuelta de todo y debía de gastar una mala leche de antología, les dice que verde las hemos segado, y que más les vale que se abran por las buenas. Que lo único que van a recibir de los españoles es un palmo de acero en las tripas. Y seguro que también diría algo en plan ¿oro, me pides oro?... mis cojones treinta y tres el oro.

Sea como fuere los japoneses se sienten ofendidos en el orgullo y, viendo que ellos son seiscientos y los españoles apenas cuarenta, hacen sus cuentas con el resultado de “a estos les empujamos al río y con nuestras espadas los hacemos filetes que ríete de los de las terneras de Kobe”. Así que los japoneses hacen dos asaltos en toda regla que los españoles resisten a puro huevo…y un poquito en plan perro. Como cuando al darse cuenta que los japoneses van a intentar tirar de las picas para arrebatárselas, deciden untar los palos de sebo para hacer que se les resbalen de las manos y, al caer al suelo, trincharlos como a pollos. 

Llegados a este punto, tras horas de feroz combate, agotados y sin casi pólvora, tan solo quedan treinta españoles en pie. Los japoneses, que debían de estar ya hasta los mismísimos cojones de esos españoles barbudos, hacen un último asalto con todo lo que les queda. Pero para su sorpresa no sólo son incapaces de atravesar la trinchera española, sino que esos fulanos agotados, cubiertos de sangre y barro, deciden contraatacar y, saliendo de su baluarte, se ponen a trinchar japoneses como si no hubiera un mañana. Y, en efecto, para la inmensa mayoría de los japoneses ya no hubo un mañana. Porque todo el japonés que no fue lo suficientemente inteligente de aprovechar que sus armaduras pesaban menos acabó despedazado por esas malas bestias armadas de acero toledano. 

Resumiendo, el acero toledano y la esgrima europea se mostraron muy superiores al armamento japonés y sus artes marciales. Fin del partido: victoria española por goleada. Dicho lo cual, amiguitos de la niñez, si por un accidente estáis leyendo esto…a mamarla.

En fin, esta larga batalla que os he contado –enhorabuena si habéis sido capaces de llegar a este punto- se narra en el cómic Espadas del fin del mundo, escrito por Ángel Miranda Vicente y dibujado por Juan Aguilera Galán. Un magnífico cómic que, por fortuna para los amantes de las buenas historias, pudo ser publicado gracias a una exitosa campaña de crowdfunding, y que puede adquirirse a través de Amazon. A pesar de que el guión cuenta con alguna laguna que, a buen seguro se explica por lo limitado de sus 72 páginas de historia, y que el dibujo, que si bien brilla en sus grandes escenas, peca en ocasiones de falta de elasticidad, cada uno de sus 18 euros están bien invertidos. Desde The OCCULT Herald recomiendo su lectura de forma entusiasta a todos los amantes, no sólo de la historia, sino de las buenas historias. Compradlo y leedlo, que no os arrepentiréis.


Eduardo Martínez.