jueves, 30 de junio de 2016

Hijos del Dios Muerto (II)


Hijos del Dios Muerto 

Entrega II


El sol ya se ha ocultado en el lejano poniente. Sin embargo la ciudad en llamas brilla como un segundo sol en la tierra. Palacios, templos y humildes hogares, todos ellos son pasto por igual de las llamas. Los ejércitos de Nanthiria son como una plaga de flamígeras langostas, a cuyo paso dejan únicamente un rastro de cenizas.

Las titilantes luces de los incendios hacen bailar los relieves del Zigurat de Arglantha, palacio y fortaleza de los dioses reyes de Angorea, Señores de la Tempestad, como si tuvieran vida. Las figuras de héroes y bestias de un pasado remoto se retuercen de dolor, tratando en vano de escapar de su prisión de piedra. Urbanisat, el último de los dioses reyes de Angorea, los observa impasible sentado sobre su trono de frío granito, recuerdo imperecedero de las montañas grises de donde surgió su estirpe.

Su mirada lee en la piedra la orgullosa historia de su linaje. Ante sus jóvenes ojos Nuruabi, el primero de los reyes dioses, aún cubierto por la sangre de los Hombres Grises, ordena levantar su palacio sobre los huesos de sus enemigos. Junto a los balcones que miran a la Eterna Tempestad, Susnariabar el Victorioso recibe el homenaje de los señores de las ciudades anandoreas. Más allá, casi oculto por las sombras de la noche, Lubearan el Negro devora el corazón del último de los magos de Fengala.

Urbanisat es consciente de que nadie leerá su historia en las paredes del Zigurat de Arglantha. El colosal Zigurat, antaño joya de la corona de los dioses reyes de Angorea, es pasto de las llamas, compitiendo así en brillo con los rayos de la lejana Eterna Tempestad. Los enormes jardines que se elevaban cientos de pies sobre la ciudad arden con violencia bajo el fuego que escupen las máquinas de guerra de Nanthiria. Las maravillosas obras de ingeniería, acueductos y norias de dimensiones titánicas, que traían agua desde las lejanas cumbres de los Montes Tagros, se derrumban convertidas en gigantescas teas.

Urbanisat es consciente de que nadie leerá su
historia en las paredes del Zigurat de Arglantha.


La noche se convierte en día por obra de los ejércitos de Nanthiria. Orgía de destrucción que transforma obras construidas para perdurar una eternidad en cenizas.

Urbanisat siente un escalofrío al escuchar los ruidos del choque de armas tras las puertas de bronce. Sabe que en la escalinata, por la que antaño subieron reyes y emperadores para humillarse a los pies de sus ancestros, luchan fieles a su leyenda los últimos guerreros fieles de su guardia personal. Las Sombras de Ury mueren y matan en defensa de su dios.

Desde los tiempos de Nuruabi, primera encarnación del divino Ury, Halcón de la Noche, treinta y seis dioses reyes se han sentado sobre el trono gris de Angorea. Urbanisat maldice al destino por convertirle a él en el último de su estirpe. Maldice una y mil veces en silencio, tal y como ha hecho todo en su corta vida. Educado para permanecer silencioso como una estatua, incluso en el momento cercano a su muerte, cuando no puede ni tan siquiera controlar los espasmos de su cuerpo, sigue en silencio. Los mortales no pueden oír la voz de un dios.

Finalmente dejan de oírse los ruidos de lucha. El salón del trono vuelve a estar silencioso. Sin embargo Urbanisat no alberga ninguna esperanza. Tras las pesadas puertas de bronce espera la muerte, puntual a su cita.

Como último acto de divino poder, pretende mantenerse regio en su trono, esperando a la muerte desafiante, sin dar muestras del temor inhumano que le atenaza. El primer golpe resuena como un gong, haciéndolo encogerse en el trono. Con cada uno de los golpes que le suceden, en los intentos de los invasores de derribar las puertas las puertas de bronce, aumenta su determinación de morir con la dignidad que le exige su linaje. Pero la muerte no mira nunca de frente.

El dolor llega de forma sorda. Un rayo golpea la consciencia de Urbanisat alejándole momentáneamente de la realidad. Cuando retorna el dolor se ha convertido en un infierno que le atraviesa el pecho. Incrédulo contempla como una brillante hoja de espada, tintada en carmesí, sobresale de las ricas vestiduras de seda. Un caliente charco de sangre baja por su pecho hasta llegar al suelo, donde se mezcla con la orina que no puede contener. Como un pez fuera del agua boquea frenéticamente en busca de aire. Con un brusco tirón la espada sale de su cuerpo, dejándole caer como un guiñapo.

Antes de que llegue a derrumbarse en el suelo unas férreas manos le sujetan de la túnica. Con violencia es arrojado al frío suelo de mármol. Sus ojos ya no ven como las puertas de bronce ceden a los golpes, dejando pasar una turba de soldados cubiertos de cenizas de pies a cabeza. Y tampoco es consciente de que los soldados, que segundos antes buscaban ansiosos la recompensa por la cabeza de un dios viviente, se detienen temerosos ante la oscura figura que ahora se sienta en el trono.

Apenas sienta ya el frío del mármol en la cara. Antes de nublarse definitivamente, sus ojos observan como danzan en el cielo copos grises que descienden del cielo formando círculos. El último de los reyes dioses de Angorea muere en el mismo silencio que ha vivido, y con el dolor de saber que de su memoria tan sólo quedarán cenizas.


Texto de Eduardo Martínez
Ilustraciones de Jae Tanaka

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